Comentario
CAPÍTULO II
Descripción de la Florida y quién fue el primer descubridor de ella, y el segundo, y tercero
La descripción de la gran tierra Florida será cosa dificultosa poderla pintar tan cumplida como la quisiéramos dar pintada, porque como ella por todas partes sea tan ancha y larga, y no esté ganada ni aun descubierta del todo, no se sabe qué confines tenga.
Lo más cierto, y lo que no se ignora, es que al mediodía tiene el mar océano y la gran isla de Cuba. Al septentrión (aunque quieren decir que Hernando de Soto entró mil leguas la tierra adentro, como adelante tocaremos), no se sabe dónde vaya a parar, si confine con la mar o con otras tierras.
Al levante, viene a descabezar con la tierra que llaman de los Bacallaos, aunque cierto cosmógrafo francés pone otra grandísima provincia en medio, que llama la Nueva Francia, por tener en ella siquiera el nombre.
Al poniente confina con las provincias de las Siete Ciudades, que llamaron así sus descubridores de aquellas tierras, los cuales, habiendo salido de México por orden del visorrey don Antonio de Mendoza, las descubrieron año de mil y quinientos y treinta y nueve, llevando por capitán a Francisco Vázquez Coronado, vecino de dicha ciudad. Por vecino se entiende en las Indias el que tiene repartimiento de indios, y esto significa el nombre vecino, porque estaban obligados a mantener vecindad donde tenían los indios y no podían venir a España sin licencia del Rey, so pena que, pasados los dos años que no tuviesen mantenido vecindad, perdían el repartimiento.
Francisco Vázquez Coronado, habiendo descubierto mucha y muy buena tierra, no pudo poblar por grandes inconvenientes que tuvo. Volviose a México, de que el visorrey hubo gran pesar, porque la mucha y muy buena provisión de gente y caballos que para la conquista había juntado se hubiese perdido sin fruto alguno. Confina asimismo la Florida al poniente con la provincia de los chichimecas, gente valentísima, que cae a los términos de las tierras de México.
El primer español que descubrió la Florida fue Juan Ponce de León, caballero natural del reino de León, hombre noble, el cual, habiendo sido gobernador de la isla de San Juan de Puerto Rico, como entonces no entendiesen los españoles sino en descubrir nuevas tierras, armó dos carabelas y fue en demanda de una isla que llamaban Bimini y según otros Buyoca, donde los indios fabulosamente decían había una fuente que remozaba a los viejos, en demanda de la cual anduvo muchos días perdido, sin la hallar. Al cabo de ellos, con tormenta, dio en la costa al septentrión de la isla de Cuba, la cual costa, por ser día de Pascua de Resurrección cuando la vio, la llamó la Florida, y fue el año de mil y quinientos y trece, que según los computistas se celebró aquel año a los veinte y siete de marzo.
Contentose Juan Ponce de León sólo con ver que era tierra, y, sin hacer diligencia para ver si era tierra firme o isla, vino a España a pedir la gobernación y conquista de aquella tierra. Los Reyes Católicos le hicieron merced de ella, donde fue con tres navíos el año de quince. Otros dicen que fue el de veinte y uno. Yo sigo a Francisco López de Gómara; que sea el un año o el otro, importa poco. Y habiendo pasado algunas desgracias en la navegación, tomó tierra en la Florida. Los indios salieron a recibirle, y pelearon con él valerosamente hasta que le desbarataron y mataron casi todos los españoles que con él habían ido, que no escaparon más de siete, y entre ellos Juan Ponce de León; y heridos se fueron a la isla de Cuba donde todos murieron de las heridas que llevaban. Este fin desdichado tuvo la jornada de la Florida, y parece que dejó su desdicha en herencia a los que después acá le han sucedido en la misma demanda.
Pocos años después, andando rescatando con los indios, un piloto llamado Miruelo, señor de una carabela, dio con tormenta en la costa de la Florida, o en otra tierra, que no se sabe a qué parte, donde los indios le recibieron de paz, y en su contratación, llamado rescate, le dieron algunas cosillas de plata y oro en poca cantidad, con las cuales volvió muy contento a la isla de Santo Domingo, sin haber hecho el oficio de buen piloto en demarcar la tierra y tomar el altura, como le fuera bien haberlo hecho, para no verse en lo que después se vio por esta negligencia.
En este mismo tiempo hicieron compañía siete hombres ricos de Santo Domingo, entre los cuales fue uno, Lucas Vázquez de Ayllón, oidor de aquella audiencia, y juez de apelaciones que había sido en la misma isla, antes que la audiencia se fundara. Y armaron dos navíos que enviaron por entre aquellas islas a buscar y traer los indios que, como quiera que les fuese posible, pudiesen haber, para los echar a labrar las minas de oro que de compañía tenían. Los navíos fueron a su buena empresa, y con mal temporal dieron acaso en el cabo que llamaron de S. Elena, por ser en su día, y en el río llamado Jordán, a contemplación de que el marinero que primero lo vio se llamaba así. Los españoles saltaron en tierra, los indios vinieron con gran espanto a ver los navíos por cosa extraña nunca jamás de ellos vista, y se admiraron de ver gente barbuda y que anduviese vestida. Mas con todo esto, se trataron unos a otros amigablemente y se presentaron cosas de las que tenían. Los indios dieron algunos aforros de martas finas, de suyo muy olorosas, y aljófar y plata en poca cantidad. Los españoles asimismo les dieron cosas de su rescate. Lo cual pasado, y habiendo tomado los navíos el matalotaje que hubieron menester y la leña y agua necesarias, con grandes caricias convidaron los españoles a los indios a que entrasen a ver los navíos y lo que en ellos llevaban, a lo cual, fiados en la amistad y buen tratamiento que se habían hecho, y por ver cosas para ellos tan nuevas, entraron más de ciento y treinta indios. Los españoles, cuando los vieron debajo de las cubiertas, viendo la buena presa que habían hecho, alzaron las anclas y se hicieron a la vela en demanda de Santo Domingo. Mas en el camino se perdió un navío de los dos, y los indios que quedaron en el otro, aunque llegaron a Santo Domingo, se dejaron morir todos de tristeza y hambre, que no quisieron comer de coraje del engaño que debajo de amistad se les había hecho.